Ya han pasado varios años desde ese adiós sin despedida. Muchos días sin escribirte. Muchas horas frente a la hoja en blanco que no quiere sufrir escuchando los ayes de una tecla que no quiere ser presionada. Muchas ideas que deambulan en una mente sin semáforo que no quieren ser inmortalizadas, solo quieren ser fiel al instante en que surgen y luego se desvanecen ante la nada refulgente. Pero tu antaño recuerdo hace que valga la pena entregarte un poco de mi tiempo, dedicarte un cuerpo de palabras sin asunto, sin destinatario, ni fecha.
Ayer fue nuestro onomástico, he intentado llamarte a esa hora, la que compartíamos en vida después del meridiano, pero no lo hice, no quise torturarme con el timbre del suspenso, mucho menos con el buzón de llamada. Prefiero recordarte por las noches, cuando veo el techo con la luz apagada y me pierdo, si, me pierdo en las imágenes del pasado coqueteando los cariños en la cama o en el sofá —anaranjado y cuasi antiguo—frente a la televisión de la sala de estar. Y aunque anhele desprenderme de ese ritual, la melancolía me ata de nuevo, gobierna mis pensamientos aturdidos por las huellas de tu silueta, de tu loca sonrisa, de tu bella voz durmiente, de tus ademanes coléricos sin sentido, de tu adictiva piel, del perfume de tus labios… y podría seguir adjuntando adjetivos a esa dulce emoción, pero entre tanta oscuridad, también me gobierna la crítica por saber si tus sentimientos eran verdaderos, si tus palabras del romance empedernido eran honestas, si la ilusión del amor eterno no estaba disfrazada por uno fugaz, si odias la ruptura como lo hago yo, si me extrañas desde el corazón —irascible y a veces plácido—, si sigues siendo fiel a nuestro recuerdo, si aún guardas luto a nuestra relación, si ya me estás olvidando o si alguien más está disfrutando de ti… quiero saber todo, porque desde acá es muy confuso, borroso, como el lente de un proyector que no se ajusta a la realidad de un ojo miope, o quizás sean mis ojos achinados que se mueren del sueño.
Confieso que me cuesta soñar contigo, me cuesta crearte un mundo ingente sin los secretos que enterrábamos con el sonido del silencio, me cuesta imaginar que algún día te veré sin el tierno escalofrío desbordándose a través de los poros de la piel, sin la complicidad sonriente de tu mirada eclipsando la indiferencia del momento, no lo sé, probablemente hasta ya te fuiste de esta tierra que habita entre el umbral de la depresión y el abismo continuo del intento fallido.
Estés donde estés, sé que no volverás y también, que estás mejor sin mí. Aunque eso pega y duele. Supongo que el tiempo apaciguará las brasas calientes y aún enrojecidas; se volverán grises y fúnebres, quizás hasta se conviertan en cenizas como la leña ante el fuego o como esa carta que solo se quedó en borrador y nunca te entregué porque tenía una fecha tatuada al dorso del papel —amarillento y con sello de postal—. Y si otro día me invade la pregunta de tu quehacer, prometo no usarte como consigna de escritura, sino como un retrato fragmentado que desempolvaré para encapsularte junto a la rosa que me regalaste.
Te deseo lo mejor de la vida. Le pido a Dios que te siga bendiciendo, te siga regalando muchos años más, que te cuide en todo momento, y que nos permita coincidir en otra vida, sin rencor, ni arrepentimientos… sin el homicidio de la sociedad a nuestras personalidades.
Hasta siempre.
Posdata: Tus regalos estaban bien guardados, pero no bastó uno, sino dos huracanes, para que los arrebatara de mis manos.
Tremendo relato. Eres la viva imagen de Bukowski, pero menos vulgar. Jajaja. Excelente.