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Ese libro

Foto del escritor: Evan´s DarwinEvan´s Darwin

En el asedio de los tres mil caracteres del día, inicié a rebatir entre los escasos recuerdos y los activos tangibles, entre el papel y la madera, esa que esta contiguo a los fragmentos de tu ilusión postergada por la añoranza del tiempo, o quizás por la endeble o indefensa, y a veces sentimental humanidad que, aún habita entre las venas abiertas que recorren tu piel cada vez que la sangre sale a divertirse.

Mi tacto seduce el anagrama de cada lomo que está en los cuadrantes —de treinta centímetros y otros de veinte—, desde la enciclopedia de Océano hasta los diccionarios de Larousse, atravesando las secciones de economía y literatura en general, y pienso en los espacios vacíos, en los libros que presté y nunca regresaron, los mismos que contenían la descarada etiqueta y muy enfática en el carácter devolutivo, pero aun así, no retornaron a su lugar, siguen extraviado de mano en mano por un mundo que los lee, si solo si, cuando se sienten solos o acarician el umbral de la depresión.

Pienso en los títulos que pude haber añadido a mi biblioteca, pero no lo hice, quise ser no egoísta y compasivo con la empatía, y preferí donártelos en algún fin de mes o aniversario. En especial, ese que tenía la portada azul con un cuarto de tinta rosa, la silueta de una chica y otra de un chico, y más atrás, en la parte trasera, estaba el tercero sosteniendo una cuerda a dos metros de la pareja. Su textura me cautivó en los estantes de la librería cuando iba sin llevar una lista de compra, simplemente era un comprador impulsivo, me gustaba pasearme por los pasillos de la librería sin tener idea de la nueva víctima, apostaba a la improvisación y al incoloro presagio. Una parte de mí creía que, en algún rinconcito de esos estantes, esperaba por esta alma un libro que estaba predestinado a estar en mis manos, inclusive, un tercio de su cuerpo letrado se impregnaría en mis emociones que estaban en peligro de extinción.

Mi sonrisa se volvió tonta cuando tomé ese libro y lo llevé al despacho de los regalos, para que lo envolvieran con papel lustrillo o decorado con puntos, sin olvidar, por supuesto, el detalle del moño en una de las esquinas superiores, izquierda o derecha. No fue difícil elegir el tipo de papel o el color del moño, porque te conocía cuasi perfecta en el azul y en los patrones decorativos. Algo si me costó y que omití en ese momento, fue cuando la joven me consultó respecto a la dedicatoria, se me ocurrieron muchas cosas que apuntaban a la cursilería o a las palabras coloquiales que disfrazaban la verdadera intención del romance. Sentí pena. Tanta presión social espantó las ganas de obsequiar palabras al presente.

Salí de la librería con la enorme satisfacción que el regalo le haría justicia a tu día festivo, pues se trataba de un género ajeno a tus preferencias, un anhelo comentado con anterioridad desde las indirectas que golpean los bolsillos y consentían tus caprichos de amarte.

Pero el contenido de ese libro marcó un punto de inflexión (y fin) a la ciclicidad de nuestra relación. Te casaste con el radicalismo constante del amor propio, con el diario de una ilusión y con el amor a cuatro estaciones. Y mandaste todo al carajo.

 
 
 

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