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Exterior

Foto del escritor: Evan´s DarwinEvan´s Darwin

—¿Por qué tanto silencio allá afuera? —dije en tono obcecado por el bullicio de la naturaleza.

Es extraño. Me es posible escuchar el canto insólito de las aves, alguna volando en libertad, otra reposando sobre la copa de un árbol, a la espera del flamante porvenir, quizás anuncien algo que no puedo descifrar, o simplemente, es el presagio del incoloro tiempo. Todo allí afuera es verde, gris...

—¿Qué pasó con el sol? ¿será posible ver el ocaso más tarde?

Ojalá que si, porque vine a sentarme en este sillón cuasi antiguo para poder admirar el horizonte que quiero. No deseo sufrir otra decepción.

—¿También eso hurtas sin permiso consentido? —cuestioné con mirada alta, mientras buscaba una hoja en blanco para escribir.

No es posible. Ni siquiera hay luz amarilla, intermitente. Piedad ante mí. Ahora me envías gotas de aguas cristalinas que caen sin aquiescencia sobre el tejado —corrugado y anticorrosivo—, algunas se escapan del canal y se deslizan a través de la madera a corta distancia, y caen, una y otra vez, asimétricamente, al compás de su propio acorde.

Se acercó un ave, pecho amarillo, con pelaje blanco en su cabeza. Es muy danzarín. Se ha dado la vuelta, su cola es casi desplumada.

—¿Qué ve? ¿Cuál es su próximo destino?

Con sus patas agarra el alambre con fuerza, como si fuera su propia presa, como si estuviera en la cuerda floja. Al parecer ha descubierto que le he estado mirando. Se ha ido.

La lluvia ha comenzado agitarse, su pendiente es cada vez marcada con intensidad. Cae sin pausa. El ruido aumenta. Ya no hay silencio en el exterior. Ha ahuyentado una tierna paloma que su soledad era un deleite en el techo del vecino. Se ha asomado su pareja, la está buscando... creo que ya la encontró, abre sus alas y vuela hacia ella. Ahora aparentan ser un par de tortolitos reposando durante el llanto perpetuo de las nubes.

Después de tantos minutos, la lluvia ha cesado, las palomas salen a jugar en el patio, y por allá, algo distante y en segundo plano, se escucha el crujir de un gallo, de dos, no, de muchos gallos. Una gallina aparece sin previo anuncio, no le gustó apreciar la felicidad fugaz de las palomas, siente un celo egoísta, deambula como celador borracho, en círculo y sin ganas de parar. Las palomas han volado de nuevo al techo. La de color negro con estampado gris en su pecho, y con la cola alargada, con una rara mancha blanca en dos de sus cuatros plumas, la de la pata roja; es la que tiene la cabeza al costado, buscando sin desdén la causa de su comezón. Y la otra, la menos gordita, solo camina alrededor de la primera, con gestos alocados y sonidos extraños.

El pinche gallo no deja de apretar su galillo...

Ha aparecido otra especie de ave. Se detuvo en el alambre de luz que cuelga entre dos postes de concreto con muchos nudos eléctricos. Es de color café, un tono bajo como el de la tierra húmeda, o más bien, como el de una tierra con anemia. Es pequeña. Se ve muy segura. Lo tiene claro —me refiero a su destino—.

—¿A dónde quiere ir?

Se ha ido.

Entre barandillas celestes y alineadas perpendicularmente, apenas alcanzo observar la realidad distorsionada por el lente que estoy usando, redondo y con marco dorado. El espacio de cinco centímetros que deja cada barra, es el único exterior que entra a mis ojos. Pero mis oídos agudizan el sonido del exterior. Escucho un silbido no muy lejano, a la izquierda, no distingo que ave podría hacerlo.

—Oh, un viejo amigo ha retornado a casa—dije con ironía en su máxima expresión.

Regresó el ave pecho amarillo. Esta vez está paralizada cerca del helecho que habita sobre los cables del poste de luz, ha traído algo colgando entre sus patas, parece una rama, o una hoja, no lo sé. Alzo un poco mi vista, y un nido se está gestando cerca de los nudos eléctricos. Creo que lo hace sin ayuda. Me pregunto si el ave café le copió la idea de un nido entre los nudos, porque se marchó muy rápido.

Ahora me ve, su mirada me intimida. Mejor regreso mañana.

 
 
 

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