Cada vez que mi alma
asiste a un funeral,
tiembla,
se eclipsa ante la apatía,
y siente escalofríos
al escuchar los llantos perpetuos
humanizados por el ataúd.
Aquella vez no fue la excepción,
cuando la mente de mi abuelo
se extravió en el durante
mientras caminaba a su destino
por las calles oscuras de Azrael.
Esa noche, mi cuerpo tuvo que lidiar
con el corazón roto de mi papá.
Al observarle, mis brazos
se abrieron sin ningún permiso,
mis pasos marcharon en soledad,
y mis lágrimas brotaban
por causa y efecto,
con mirada baja y tono suave.
Alérgico ante su ritual de despedida
que muchos extrañan en tiempos de pandemia,
le acompañé en luto,
toda esa noche,
por respeto y empatía.
Pero… hubiese deseado no estar.
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