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Inquilinos

Foto del escritor: Evan´s DarwinEvan´s Darwin

Llegar a esa casa da un poco de pavor, hay muchos sentimientos a flote, la añoranza invade hasta el último suspiro, no hay una pizca de curiosidad, solo temor. Aunque los inquilinos ya llevan semanas de desaparecidos, no sabemos qué hacer, no hemos recibido ningún texto o llamada que den pista de su regreso, o que nos den vía libre para seguir rentando la casa a alguien más. Estamos preocupados, porque no sabemos con qué nos podemos encontrar ahí adentro, todo esto es un extraño misterio. Mi colega me ha dicho que le demos tiempo, al menos una semana más, si no hay una señal de humo en ese periodo, que procedamos con cautela a abrir la casa para su respectiva limpieza y volver a rentarla.

Como era de esperarse...

Ningún aviso.

Un lunes por la tarde, a eso de las tres, con escobas, trapos, desinfectantes, aromatizantes, y un montón de cubetas, algo viejas y con remates, como si hubiesen sido víctimas de un trompo enterrando su pico cada cierto intervalo de tiempo; nos agarramos del escaso valor que aún deambulaba por nuestra sangre, para abrir la puerta principal, medía casi dos metros, de madera rústica como el cedro real, eran como dos alas que se ataban entre sí hasta el punto de converger a las cadenas con candado. La casa tenía una puerta trasera, no tan exuberante como la principal, era sencilla con forros de hierro, pero de esta no teníamos acceso por fuera, solo por dentro. Así que, la principal era la única entrada.

El sigilo de nuestros pasos era evidente, atento ante el minúsculo movimiento, pues todo parecía normal, muy ordenado, a simple vista se veía que la mayoría de sus cosas estaban ahí, y eso nos pareció raro, —¿por qué se habrán ido sin llevarse sus harapos y pertenencias?—pensé. Lo cierto es que no teníamos ninguna caja para empacar tanto, se nos olvidó comprar, tuvimos que mandar a un tercero a conseguir cajas usadas o nuevas, ese detalle no importaba, solo conseguirlas.

Mientras esperábamos en el interior de la casa, cada quien decidió entrar a un cuarto diferente, divididos tan solo por una pared con minifalda de concreto y el resto de madera. Abrí la puerta y mis ojos apuntaron a cada esquina, luego al techo, le faltaba una lámina de cielorraso, claramente se veía el nudo de telarañas colgando sobre los cables de luz. Bajé la mirada y el piso de ladrillos color terracota, cerca de las esquinas, estaba deteriorado como si picaron con algo, como si tomaron un pincel con mazo para hacer los orificios, parecía una calle —abandonada y con asimétricos cráteres—, que la insistente lluvia ha decidido tatuar con cada una de las gotas al cabo de un rato.

La esquina terciopelada, con grietas en la pared, sedujo mi atención, no solo estaba el retrato con marco dorado prensada con el alambre del apagador, sino también, debajo de la foto, dos estantes rellenos de libros me incitaban al deseo de querer cogerlos, pero la cajita en forma de cofre me atrapó, esa que estaba junto al primer estante sin el seguro puesto, levanté su tapa con un poco de descaro sonriente, cosa que se disipó al ver lo que contenía el cofre; tres pulseras agazapando la alhaja de las otras, estaban enredadas, no se podían separar los dijes —ancla, paloma y flecha— del cordón umbilical o del hilo rojo predestinado. El reguero de papelillos de colores no dejaba ver más allá, aparté una parte de ellos hacia las orillas del rectángulo, y entre tanta agitación me topé con una llave delgada y lisa, sin llavero, sucia, un tanto antigua, con algunas iniciales y números, como si quisieran proteger un acceso no deseado.

En ese momento, ante tanta inquietud y ansiedad, mi colega me grita desde el otro lado que salga de inmediato, acudo al supuesto y desesperante grito de auxilio con la llave ya en mi bolsillo, pero no era nada intrigante, tan solo era para decirme que ya habían llegado las cajas.

Regreso al cuarto, pero ahora estoy peor que antes, no sé si empacar o cubrir con trapos… ¡ayuda!

 
 
 

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