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Sagitario

Foto del escritor: Evan´s DarwinEvan´s Darwin

La noche despegaba desde la estación de buses, con maletas y boleto en mano. Esa vez creí que no encontraría un asiento disponible, pues había llegado tarde a reservar, mi esperanza convergía a cero, ya estaba pensando en la opción de viajar al siguiente día. Pero no fue así. Encontré muchos lugares a elegir, listos para la compra, pero estos estaban contiguo al pasillo, no eran asientos junto a la ventana. En ese momento supe las dulces facciones que dejaría de sentir si abordaba esa unidad —azul con líneas paralelas en color gris, con una delgada línea de luces extendidas cerca de la canastera, con cintas de colores ondeando los espejos retrovisores y cintas negras adornando su nombre de sagitario—, porque no podría tomar una siesta ni recostarme sobre el cojín, ni reposar mi cabeza en el vidrio de la ventana con la mirada baja o alzar mi vista al cielo estrellado, o rebuscarle una fase a la luna que me acompañaba en soledad en ese viaje inhóspito, relleno de almas desconocidas y extraños con modales.

Eso creía…

Me tocó el asiento número dieciocho, un poco antes de las llantas traseras, casi al centro del bus, en el pasillo izquierdo. Esa noche viajé con muy poco equipaje, lo justo para ir y venir. Cuando encendieron el motor, pensé en mis opciones si el sueño alcanzaba derrotarme, muy pocas; era dormir con la espalda recta con el temor de caerme hacia el costado del pasillo o del hombro de mi acompañante, cualquier pérdida del control sobre mi cuerpo sería una situación bochornosa; o la otra alternativa, dormir frente a la parte trasera del asiento delantero, agazapando con fuerza el borde y bajando mi cabeza a los brazos cruzados que servirían de colchón hasta que el hormigueo invadiera los nervios.

Logré en una anticipada parada, poder ir al baño y descargar las ganas de orinar, también quería comprar algo para picar o beber, pero si mi cuerpo no resistía de nuevo a las ganas anteriores, no tendría oportunidad de desahogarme, pues me faltaban seis horas más de viaje, aproximadamente. Esa era la única parada, ya no se detendría en el camino, íbamos expreso al destino.

Y en un abrir y cerrar de ojos, ya estábamos volcados, a media carretera, aislados y sin comunicación. No comprendía lo que estaba sucediendo, lo que mis ojos apenas alcanzaban ver por la intermitente luz o lo que mis oídos aturdidos por el estruendo apenas alcanzaban escuchar. Todo pasó muy rápido. En un segundo estaba sentado tratando de dormir en la incomodidad, y en otro, estaba encima de un puñado de gente, con los asientos patas arriba, el vidrio de las ventanas aun cayendo como lluvia en invierno, con la luz yéndose a cada rato como en los apagones de mi barrio, y aunque el motor estaba apagado, aún se podía entreoír el sonido de las llantas del costado derecho que estaban arriba de nosotros dando vueltas sin la intención de detenerse. Trataba de leer los labios de los demás, los lamentos ajenos, mientras intentaba recuperar la audición, porque sentía que mis oídos iban a estallar, sentía el bip ralentizado vibrando en cada frecuencia como en las travesuras de infante, cuando encendía la mecha de una bombita y me explotaba al instante.

Poco a poco, iba recuperando el tacto de mis orejas, pero hubiese preferido que no. Una vez intactos, el infierno se desató. La gente gritaba como loca, gritaban todo tipo de auxilio, gritaban hasta no más poder el nombre de sus allegados. Por allá y en segundo plano, escuchaba una diminuta voz que cada vez era marcada con determinación, era una voz sutil, de una mujer madura, de una mamá pidiéndome a gritos que le ayudara con su bebé que aún sostenía en brazos, aferrándose a ella con garras entre tanta presión humana. Ahí recuperé el control de mi cuerpo, la absoluta consciencia. Extendí mi mano hacia ella ante un último grito desesperado y le arrebaté a su hija para cargarla en mi hombro, mientras que con la otra mano tiraba de su piel para sacarla de tanto enredo humanitario.

Estando de pie, juntos buscamos la salida trasera entre tanto bullicio y escombros, le acompañé hasta quedar completamente fuera de los forros de hierro, y caminando en dirección contraria y con lentitud marcada, el motor se encendió echando humo por doquier. Ni volteamos a ver atrás, creímos que ese pedazo de lata iba a explotar. Huimos a la nada refulgente bajo la constelación de sagitario.

 
 
 

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