Contiguo a cuerpos gritando su letargo
alcé mi vista, y me perdí en la nada refulgente,
fugaz; quizás unísona al llanto perpetuo o efervescente
de los rostros vivos, falsos, pero no muertos.
Pensé en tu presente, en el círculo rojo
atando nuestras manos de un extremo a otro
con el nudo entre los dedos, y el ancla…
Si, el ancla dorada agazapada por la muñeca.
Ah, y la tarjeta, esa que colocaste al dorso de mi cartera,
entre el DNI y la foto que donaste en algún aniversario.
Duele, como duele ver que tus labios sonreían a los míos,
que tu mirada coqueteaba con mis ojos achinados,
que tu cabello acariciaba mi piel,
que mi mente se inclinaba con total placidez
entre tus recuerdos y el aroma de tu perfume.
Cuatro botones adornaban tu harapo rosa.
Eran color negro azabache, presagio del tiempo mutuo,
del incoloro arcoíris,
de las últimas lunas de sangre
o tan solo de hielo.
Ese hilo dejó de ser rojo.
Ya no lleva sangre en sus venas,
ni cuerpo, ni alma que lo abrace.
Y aunque esto lo escribo antes de este día.
Rabia me da, que llegue el 15 antes del 14.
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