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Trazos de un lápiz

Foto del escritor: Evan´s DarwinEvan´s Darwin

De lunes a viernes, su mente se extraviaba en el durante, en el reguero de letras que dejaba aquel lápiz, amarillo y de carbón, puntiagudo y con fecha de vencimiento.


En el anterior cumpleaños, su papá cargaba con uno de los mejores regalos para Jhon, quien estaba celebrando su décimo tercer onomástico. Él entró por la puerta trasera de la casa, se dirigió sigilosamente por el pasillo de la sala hasta llegar al comedor, le tomó por sorpresa y le gritó —casi con el galillo fundido— un feliz cumpleaños. Jhon, con la cara pintada y la mano rellena de pastel, giró su cuerpo con los brazos abiertos y abrazó a papá. El tiempo se congelaba y la felicidad dejaba de ser fugaz, se volvía eterna.


El papel de regalo —color crema y con dibujos de libros por doquier—, era muy literario, envolvía la enorme caja de cartón que guardaba otra caja, ésta última contenía otra cajita, y otra caja y otra cajita… así sucesivamente. Llegó a la caja final, con mucha ansiedad y desesperación acumulada, cosa que se disipó cuando sus manos acariciaron el pintoresco mundo de las acuarelas, el vasto volumen de pinceles y el poético lápiz, que con sus trazos eclipsaría la mortalidad de sus emociones en papel, rayado o en cuadrícula.


Correr en círculos, subir y bajar los escalones, sólo fue un cosquilleo de su inmensa alegría. En su cabeza, el tiempo deambulaba sin semáforo, las agujas del reloj marcaban con rapidez el paso, una y otra vez. La realidad postergaba lo inevitable; salir corriendo a su cuarto cuando finalizara la fiesta, con su regalo colgando de sus manos. Entró a la habitación —con las paredes empapeladas y el cielo raso arácnido— y la puerta dejó abierta, su norte era la mesita redonda, de madera y con barniz transparente. Tiró al centro, los pinceles y la acuarela, se quedó con el lápiz entre los dedos, miró hacia la ventana y las palabras partían al faro de luz, como las infinitas olas que la marea lleva a la costa. Al escribir, su corazón sintió el amor a primera vista; su tacto, la ilusión del romance eterno; y los ojos concupiscentes, la locura empedernida del nuevo código binario.


Desde ese momento, supo las dulces facciones que le dejaría sentir la escritura. Y las aventuras. Si, las aventuras que imaginaría con su recién amigo, el lápiz. Juntos escaparon, huían de la ficción al otro lado de la puerta, aquel cuarto se perdió para siempre. Un niño moría y la adultez nacía, con el sol ocultándose por el oeste y la noche asomando su lienzo.


Papá y mamá, le visitaban al atardecer, todos los días. Con melancólica lejanía, sus labios sonreían a la divina creación, se apretaban las manos con hondo suspiro, movían la cabeza entre ellos, se veían fijamente y luego se retiraban. Ritual que Jhon correspondía en perfecta armonía. Era su emoción regente.


Los últimos trazos de aquel lápiz llegarían en otoño del siguiente año, pues antaño era su carbón, sólo era cuestión de tiempo. Por primera vez, Jhon conoció la ruptura. En su rostro se retrataba un profundo dolor. Las lágrimas inundaban las hojas de aquel libro —amarillento y polvoso—, que juntos habían creado en la estación pasada. Ahora, su refugio era el recuerdo y la inmortalidad de sus trazos.

 
 
 

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