Don Carmelo salió casi al mediodía de su finca, con sus tres hijos, después de haber trabajado una parcela de tierra para la cosecha del próximo verano. Cada uno preparó un caballo para zarpar al pueblo, estaban a tres horas de camino, al trote de los semovientes. Era una tarde con el sol en su máxima actividad, tranquila, no había indicios de algo extraño. En las bancas de maderas se tomó un café tibio y amargo, antes de partir, con su esposa, hijos y nietos. Luego se despidieron y tomaron el camino entre las montañas de Montes de Oro —nombre de la comunidad—.
A una hora de camino, cuando estaban bajando un cerro para cruzar un río, un grupo armado les interceptó desde la cima, dispararon desde larga distancia, no vieron venir los tiros de escopetas y armas de calibre menor, su primer hijo cayó al suelo, contiguo a una roca, al borde del río. El hijo más noble, corrió de inmediato hacia la línea de fuego para tratar de cubrir con su cuerpo a su papá, pero fue imposible, ambos fallecieron al instante. El hijo menor trató de escapar, no lo consiguió, una bala le impactó la pierna y fue derribado. Su caballo también recibió tiros. Entre arbustos quedó moribundo mientras miraba a su caballo sufrir con su letargo. Sus ojos se cerraban con lentitud marcada, aunque luchaba por no hacerlo. Poco a poco, perdía sangre y más sangre.
La próxima vez que abrió los ojos, despertó entre paredes blancas y hedor a hospital, vendado, inmóvil, en una camilla barata que rechinaba al mínimo movimiento. Su madre le acompañaba en soledad, en ese cuarto somnoliento donde el dolor inundaba los sentidos humanos. Su mirada exclamaba un mar de respuestas y sus labios pronunciar un sinfín de preguntas.
Su mamá despejó algunas de sus inquietudes y fue portadora de malas noticias. Inició por decirle que había despertado una semana después de la tragedia, y el funeral de su padre y sus hermanos ya había pasado. Luego le mencionó que lo habían perdido todo, absolutamente todo. Pues los hombres que atacaron a Don Carmelo y sus hijos, luego fueron a la finca y la quemaron. Doña Ana —esposa de Don Carmelo— logró escapar a tiempo con los niños y demás criadas de la casa. Se refugiaron en tierras vecinas y hasta que fue seguro, huyeron de la comunidad, sin maletas, únicamente con los últimos recuerdos que eclipsaron la felicidad en tiempos anteriores.
Entre un vaivén de emociones, odio, impotencia, tristeza, preguntó por los culpables.
—Hijo, la policía hizo su trabajo, pero no pudieron dar con los asesinos. No hay ninguna pista y ningún testigo. Nadie sabe quiénes fueron, ni el motivo, no se sabe si fue venganza o un recado. Es extraño, tu papá no tenía ningún problema con las personas. Era muy querido por sus vecinos. Por favor, no tomes venganza hijo. Déjaselo a la justicia de Dios —exclamó Doña Ana, con un nudo en la garganta y el sollozo de sus ojos.
Rodolfo —hijo sobreviviente— hizo caso omiso a las palabras de su mamá, y juró en esa cama mal oliente que averiguaría la causa de la tragedia y a los autores del asesinato en masa. Pues le habían arrebatado a su familia, casi su vida, su hogar, y eso no quedaría impugne.
Comments